Señor, ponme en la boca un
centinela;
un guardia a la puerta de mis labios.
No permitas que mi corazón se
incline a la maldad,
ni que sea yo cómplice de iniquidades;
no me dejes
participar de banquetes
en compañía de malhechores.
Salmo 141:3-4
Hace algunos
años me tocó vivir en un lugar donde, en los meses de invierno, todo se cubría
con un blanco y espeso manto de nieve. Era un espectáculo singular contemplar,
a través de la ventana, la forma en que los frágiles copos de nieve se iban
amontonando para luego, con el paso de los días, transformarse en sólidas capas
de hielo que, al endurecerse, resultaban muy difíciles de romper.
Cuando eso
sucedía se hacía necesario que unos camiones especiales rompieran y retiraran
aquellas enormes acumulaciones. Únicamente de esa forma se podían despejar las
calles que de otro modo quedarían intransitables.
Esa
experiencia me ha llevado a pensar que algo similar ocurre a veces con las
palabras que en ocasiones pronunciamos. Algunas, llenas de sarcasmo, ironía o
burla, se van acumulando en la vida de quien las recibe, hasta que su corazón
se enfría y se vuelve duro e insensible hacia nosotros o, lo que es peor, hacia
todo el mundo. En las Sagradas Escrituras leemos la amonestación del sabio:
“Quien habla el bien, del bien se nutre, pero el infiel padece hambre de
violencia. El que refrena su lengua protege su vida, pero el ligero de labios
provoca su ruina” (Proverbios 13:2-3).
El poder de
las palabras es innegable. Con ellas podemos construir o destruir.
A veces basta
una sola palabra para suscitar amor, mientras que en otras ocasiones pueden ser
un motivo de desengaño. Y cómo deshacernos de las palabras, si están en la
mente, viajan por nuestra garganta, se deslizan por la lengua y salen a través
de nuestros labios, transformadas en caricias de vida u ofensas de muerte…
Las palabras
que salían de los labios del Maestro de Galilea infundían consuelo al afligido
y al pecador, sanaban al enfermo y generaban vida. Cristo Jesús jamás permitió
que un alma afligida se marchara sin antes haber recibido el bálsamo sanador de
una palabra compasiva.
Amiga, haz que
tus palabras reanimen en todo momento el corazón de tus amados. Permite que el
tibio afecto que emana de un corazón santificado derrita todo hielo de fría
indiferencia. Aprende a endulzar tus labios con el elixir de amor que tiene su
origen en nuestro Dios.
Meditaciones Matutinas para la mujer
“Aliento para cada día”
Por Erna Alvarado
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