En mi angustia invoqué al Señor;
clamé a mi Dios, y él me escuchó desde su templo;
¡mi clamor llegó a sus oídos!
(Salmo 18:6).
A lo largo de
la historia, muchos cristianos han repetido las palabras del texto de hoy.
Dios escucha
los clamores de sus hijos y los libra de sus angustias. Mi tía Altagracia es
una cristiana humilde y entregada. Una vez fue con su hija y sus nietos a pasar
un día en la playa. El día transcurrió como de costumbre en esos casos: nadar,
jugar, descansar y comer.
Cuando llegó
la hora de volver a casa, mi tía comenzó a caminar hacia el automóvil con sus
nietos. Entonces, Marcelito comenzó a sufrir un ataque de asma, su enfermedad
crónica.
Mi tía le
gritó a su hija:
-¡Flor,
apúrate, Marcelito ya comenzó con su ataque de asma! ¿Dónde está su medicina?
Mi prima fue
corriendo al automóvil, había olvidado la medicina y era necesario apresurarse
para llegar a casa. Mientras buscaba frenéticamente la llave, observó que los
labios de Marcelito comenzaban a ponerse azules. El problema era grave. Era
necesario llegar pronto a la casa. Pero la llave no aparecía. Aterrada,
comprendió que la había perdido en la playa. Otra mirada a Marcelito fue
suficiente para que el pánico se apoderara de ella.
Corrieron
hacia la playa, pero cuando llegaron encontraron que la marea había cubierto
totalmente la arena. Mi tía comprendió que la vida de su nieto estaba en serio
peligro.
Cada instante
podía significar la vida y la muerte. Urgía hallar la llave, pero el agua le
llegaba a la rodilla en el lugar donde habían pasado todo el día. ¿Cómo
encontrar la llave en aquel mar? Imposible. Las olas lo habían revuelto todo y
la arena hervía literalmente debajo de sus pies.
Entonces mi
tía hizo lo que dice nuestro texto de hoy. Clamó a Dios. Le habló en tono
familiar al Señor a quien conocía muy bien. De lo más hondo de su corazón
suplicó al Dios a quien había dedicado su vida, y a quien presentara sus
angustias y aflicciones: “Señor, Dios mío, necesito esa llave. Dámela por
favor”, dijo en una oración surgida de lo más hondo de su ser y purificada con
las abundantes lágrimas que fluían de sus ojos. Luego se inclinó, metió las
manos al agua, las hundió lo más que pudo, tomó un puñado de arena y levantó
las manos. Cuando las abrió, la llave apareció ante sus ojos.
Busca al Señor
todos los días para conocerlo. Luego clama a él cuando lo necesites y te
escuchará.
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