Hermanos, no sean niños en su
modo de pensar.
Sean niños en cuanto a la malicia,
pero adultos en su modo de
pensar.
(1 Corintios 14:20).
A mediados del
siglo XVII se corrió la voz entre la alta sociedad europea de que un médico
rural suizo llamado Michael Schuppach practicaba un tipo diferente de medicina.
Utilizaba
polvos obtenidos de fuentes naturales para llevar a cabo curaciones milagrosas.
Muy pronto, una gran cantidad de personas acaudaladas de todo el continente,
afectadas de diversas enfermedades, reales o imaginarias, decidió emprender el
difícil peregrinaje hasta la aldea alpina de Langnau, donde vivía y trabajaba
Schuppach. Durante su ardua caminata los peregrinos pasaban por los más
espléndidos paisajes de Europa y respiraban el aire puro de Suiza. Para cuando
llegaban a Langnau, ya estaban medio curados.
El lugar se
convirtió en una zona de descanso y deleite para los visitantes.
El “médico de
las montañas” tenía una botica en el poblado. El lugar se convirtió en un
espectáculo. Multitudes llenaban el pequeño recinto, donde había estanterías
llenas de frasquitos multicolores que contenían los remedios. Los médicos de la
época recetaban medicinas de sabores y nombres pavorosos. Schuppach tenía
medicamentos con nombres como “El aceite de la alegría”, “Florecillas para el
corazón”, y todas tenían sabor dulce y agradable. Era un centro de curación
mental y contaba con la enajenación, la credulidad y la ingenuidad de la gente.
El “médico de
las montañas” era un maestro que conocía la psicología de los enfermos.
Un enfermo le
contó que se había tragado una carreta cargada de heno, con el conductor incluido,
lo que le causaba intensos dolores en el pecho. Schuppach lo escuchó con toda
seriedad y paciencia. Lo examinó y afirmó que podía oír el chasquido de un
látigo en el abdomen del paciente. Acto seguido le administró un sedante y un
purgante. El hombre se durmió en una silla a la puerta de la farmacia. En
cuanto despertó se puso a vomitar y acto seguido vio pasar por allí, a toda
velocidad, un carro cargado de heno (el “médico de las montañas” lo había
contratado ex profeso), y el chasquido del látigo que esgrimía el conductor
hizo sentir al “enfermo” que, de alguna manera, lo había expulsado gracias a la
medicina administrada por el médico.
Puedes pensar
que es algo ridículo. Y tienes razón. Pero no te confíes. Aún hay quien cree
las más extrañas y (sin ánimo de ofender) ridiculas afirmaciones en asuntos
religiosos y espirituales. Recuerda, los cristianos tienen que ser “adultos” en
su modo de pensar. Y tú, ¿cómo piensas?
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