Más vale ser paciente que valiente; más vale dominarse a sí mismo que
conquistar ciudades (Proverbios 16:32).
En
enero del año 1808, el emperador Napoleón regresó a toda prisa del frente de
guerra en España a París, porque sus espías y confidentes le habían confirmado
el rumor de que su canciller Talleyrand, junto con Fouché, su ministro de
Policía, conspiraban contra él. En cuanto llegó a la capital, el consternado
emperador convocó a todos sus ministros al palacio. En la reunión, Napoleón
comenzó a pasearse de un extremo a otro del salón, despotricando contra los
conspiradores, sin hacer acusaciones directas.
Mientras
Napoleón hablaba, Talleyrand permaneció apoyado contra la repisa de la
chimenea, con expresión de total indiferencia. Napoleón acusó a los
especuladores, a los ministros lentos para actuar y a los conspiradores de
traición. El emperador esperaba que al pronunciar la palabra “traición”,
Talleyrand hiciera alguna manifestación de temor, pero se limitó a sonreír,
tranquilo y un poco aburrido.
Ver
a su subordinado permanecer aparentemente sereno ante acusaciones que podían
llevarlo a la horca enfureció a Napoleón. “Hay ministros que quisieran verme
muerto”, dijo, acercándose a Talleyrand y mirándolo fijamente. Pero el ministro
le devolvió la mirada sin dejarse perturbar. Por fin, Napoleón explotó: “¡Usted
es un cobarde!”, le gritó a Talleyrand.
Los
demás ministros se miraban entre sí, consternados e incrédulos. Nunca habían
visto así al temerario general y orgulloso emperador.
Finalmente,
entre otras injurias, le dijo: “Usted no me informó que el amante de su esposa
es el duque de San Carlos”. Talleyrand le contestó con toda calma: “Por cierto,
señor, no se me ocurrió pensar que esa información tuviera alguna relación con
la gloria de su majestad y la mía propia”. Tras algunos insultos más. Napoleón
se retiró.
Talleyrand
cruzó el salón con calma. Mientras le ponían el abrigo, miró a los demás
ministros, que temían verlo muerto al día siguiente, y les dijo: “Qué pena que
un hombre tan grande tenga tan mala educación”. Napoleón no dañó al ministro.
La noticia de que el emperador había perdido el control y de que Talleyrand lo
había humillado, corrió por todo París.
Valía
más el ministro que soportó los insultos con perfecto dominio propio, que el
poderoso general que había tomado muchas ciudades. No olvides esta lección. El
dominio propio es uno de los frutos del Espíritu (Gálatas 5:22,23). Es una de
las virtudes más importantes en la lucha contra el pecado. Pide a Dios que te
dé esta virtud hoy.
Lecturas Devocionales para Jóvenes 2013
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Por Félix Cortez
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