Mientras estaba aún hablando, apareció una nube luminosa que los
envolvió, de la cual salió una voz que dijo: “Este es mi Hijo amado; estoy muy
complacido con él. ¡Escúchenlo!” (Mateo 17:5).
Hace
unos días comenté que el camino hacia la gloria es el sendero angosto de la
cruz. La transfiguración ilustra esto de manera asombrosa. Los discípulos
estaban desanimados por la descripción que hizo Jesús de su próximo
sufrimiento. Seguramente estarían mucho más desanimados cuando experimentaran
lo que les había anunciado.
No
estaban preparados para soportar un dolor tan grande.
Con
el fin de ayudarlos a prepararse para el trauma de la cruz, Jesús permitió que
Pedro, Santiago y Juan lo acompañaran a la cumbre del monte donde fue
transfigurado. Allí oyeron la voz de Dios que anunciaba una vez más: “Este es
mi Hijo amado; estoy muy complacido con él” (Mateo 17:5). Se había hecho el
mismo anuncio en ocasión del bautismo de Cristo.
Cuando
somos bautizados, aunque no veamos la paloma ni escuchemos la voz, no existe
duda de que el Señor se complace en nosotros y nos hace sus hijos y sus hijas.
Los
hijos no son esclavos. Jesús explicó a los discípulos que los hijos de Dios son
libres.
Juan
presentó un diálogo interesante en el cual Jesús expresó la misma idea: “Jesús
se dirigió entonces a los judíos que habían creído en él, y les dijo: ‘Si se
mantienen fieles a mis enseñanzas, serán realmente mis discípulos; y conocerán
la verdad, y la verdad los hará libres’.
‘Nosotros
somos descendientes de Abraham’, le contestaron, ‘y nunca hemos sido esclavos
de nadie. ¿Cómo puedes decir que seremos liberados?’ ‘Ciertamente les aseguro
que todo el que peca es esclavo del pecado’, respondió Jesús. ‘Ahora bien, el
esclavo no se queda para siempre en la familia; pero el hijo sí se queda en
ella para siempre. Así que sí el Hijo los libera, serán ustedes verdaderamente
libres’” (Juan 8:31-36).
La
libertad que Jesús les ofreció, además de la libertad del pecado, también
incluye la libertad de la muerte. Paradójicamente, únicamente cuando aceptamos
la cruz de Cristo podemos encontrar verdadera libertad. Si hemos encontrado la
autoridad de Aquel a quien queremos servir y obedecer, hemos encontrado el
secreto de la libertad. El ser humano solo es libre cuando se somete a la
autoridad de Dios y obedece su santa ley que se llama “la ley que nos da
libertad” (Santiago 2:12). ¿Ya eres libre?
Lecturas
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Por Félix Cortez
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