Cuando llegó el día de Pentecostés, estaban todos unánimes juntos… Y
fueron todos llenos del Espíritu Santo. Hechos 2:1-4.
Durante
el sistema judío, la influencia del Espíritu de Dios se había visto de una
manera destacada, pero no en su plenitud. Durante siglos se habían ofrecido
oraciones por el cumplimiento de la promesa de Dios de impartir su Espíritu, y
ninguna de estas súplicas fervientes había sido olvidada.
Cristo
decidió que cuando ascendiera de esta tierra, concedería un don a los que
creyeron en él y a los que creerían en él. ¿Qué don suficientemente rico podía
conceder que señalara y representara su ascensión al Trono de mediación?
Debía
ser digno de su grandeza y su realeza. Decidió concedernos a su representante,
la tercera Persona de la Deidad. Este don no podía ser superado…
El
Espíritu había estado esperando por la crucifixión, la resurrección y la
ascensión de Cristo. Durante diez días los discípulos ofrecieron sus peticiones
por el derramamiento del Espíritu, y Cristo en el cielo añadió su intercesión…
El
Espíritu fue dado como Cristo había prometido, y cayó como un poderoso viento
sobre los reunidos, y llenó toda la casa. Vino con plenitud y poder, como si
hubiera sido retenido por largas edades…
En
el día de Pentecostés, los testigos de Cristo proclamaron la verdad,
contándoles a otros las nuevas maravillosas de la salvación a través de Cristo.
Y como una flameante espada de dos filos, la verdad centelleó y produjo
convicción en los corazones humanos. La gente quedó bajo el control de Cristo.
Las
buenas nuevas fueron llevadas hasta los confines del mundo habitado. La iglesia
vio cómo se le reunían conversos de todas partes. Fue reparado el altar de la
cruz, que santifica el don. Los creyentes fueron convertidos nuevamente.
Los
pecadores se unieron con los cristianos, para buscar la perla de gran precio.
Se
cumplió la profecía: “El que entre ellos fuere débil, en aquel tiempo será como
David; y la casa de David como… el ángel de Jehová” (Zac. 12:8). Cada cristiano
veía en su hermano la estampa divina de la benevolencia y el amor.
Un
solo interés prevalecía. Un tema dominaba todos los demás. Cada pulso latía en
saludable concierto. La única ambición de los creyentes era ver quiénes podían
revelar más perfectamente la semejanza del carácter de Cristo; quiénes podían
hacer más para el engrandecimiento de su Reino… El Espíritu de Cristo animaba a
toda la congregación, porque habían encontrado la perla de gran precio -Signs
of the Times, 1 de diciembre de 1898.
Tomado de Meditaciones Matutinas para
adultos 2013
"Desde el corazón"
Por Elena G. de White
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