No amen al mundo ni nada de lo que hay en él. Si alguien ama al mundo,
no tiene el amor del Padre (1 Juan 2:15).
Hace
varios años tuve la oportunidad de visitar los monasterios de Meteora, en
Grecia.
Están
construidos en la cima de riscos rodeados de precipicios prácticamente
inaccesibles.
Ahora
existen ascensores, pero durante mucho tiempo la única manera de subir era
mediante cestos colgados de cuerdas que medían decenas de metros. Quedé muy
impresionado al ver cuevas en las paredes de montañas elevadas habitadas
todavía por eremitas, aislados totalmente del resto del mundo.
El
ascetismo no se originó en el cristianismo. Los filósofos griegos,
especialmente los seguidores de Pitágoras y Platón y los estoicos, llevaban
vidas frugales. Los cínicos llegaron a mayores extremos en la negación de sí
mismos. También los sacerdotes de Serapis en Egipto, donde surgió el monaquismo
cristiano, llevaban una vida monástica.
El
ascetismo surgió, por un lado, del deseo de dominar la naturaleza humana
pecaminosa y huir de la corrupción del mundo y, por el otro, de obtener méritos
y una santidad extraordinaria. El primer eremita fue Pablo de Tebas (250 d.C.),
de quien la tradición dice que vivió solo en una cueva durante 113 años, hasta
que Antonio Abad reveló su existencia al mundo. Antonio mismo, padre del
monaquismo cristianismo (aproximadamente 251-356 d.C.), vivió solo en el
desierto durante 35 años. Simeón el Estilita fue uno de los más impresionantes
(390-459 d.C.). Se enterró hasta el cuello durante varios meses para dominar su
cuerpo pecaminoso. Después se instaló en lo alto de una columna de treinta
metros de altura, donde permaneció durante 36 años, hasta su muerte. Allí hacía
ejercicios muy dolorosos.
Dicen
que una vez tocó sus pies con la frente 1.244 veces sin parar.
El
error capital del monaquismo es creer que el pecado está en el mundo, no en el
corazón humano. Dios no nos pide que abandonemos el mundo, sino que no amemos
su pecado y su corrupción. Cristo amó al mundo y vino a vivir en él, pero no
participó del pecado del mundo. Jesús también nos ha dicho que somos la sal de
la tierra y, por lo tanto, tenemos que esparcir el sabor del evangelio al
relacionarnos con, y amar a, los que están a nuestro alrededor. ¿Das testimonio
al mundo de que Cristo vive en ti?
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