lunes, 16 de diciembre de 2013

EL MÉDICO DE LAS MONTAÑAS

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Hermanos, no sean niños en su modo de pensar.
Sean niños en cuanto a la malicia,
pero adultos en su modo de pensar.
(1 Corintios 14:20).

A mediados del siglo XVII se corrió la voz entre la alta sociedad europea de que un médico rural suizo llamado Michael Schuppach practicaba un tipo diferente de medicina.

Utilizaba polvos obtenidos de fuentes naturales para llevar a cabo curaciones milagrosas. Muy pronto, una gran cantidad de personas acaudaladas de todo el continente, afectadas de diversas enfermedades, reales o imaginarias, decidió emprender el difícil peregrinaje hasta la aldea alpina de Langnau, donde vivía y trabajaba Schuppach. Durante su ardua caminata los peregrinos pasaban por los más espléndidos paisajes de Europa y respiraban el aire puro de Suiza. Para cuando llegaban a Langnau, ya estaban medio curados.

El lugar se convirtió en una zona de descanso y deleite para los visitantes.

El “médico de las montañas” tenía una botica en el poblado. El lugar se convirtió en un espectáculo. Multitudes llenaban el pequeño recinto, donde había estanterías llenas de frasquitos multicolores que contenían los remedios. Los médicos de la época recetaban medicinas de sabores y nombres pavorosos. Schuppach tenía medicamentos con nombres como “El aceite de la alegría”, “Florecillas para el corazón”, y todas tenían sabor dulce y agradable. Era un centro de curación mental y contaba con la enajenación, la credulidad y la ingenuidad de la gente.

El “médico de las montañas” era un maestro que conocía la psicología de los enfermos.

Un enfermo le contó que se había tragado una carreta cargada de heno, con el conductor incluido, lo que le causaba intensos dolores en el pecho. Schuppach lo escuchó con toda seriedad y paciencia. Lo examinó y afirmó que podía oír el chasquido de un látigo en el abdomen del paciente. Acto seguido le administró un sedante y un purgante. El hombre se durmió en una silla a la puerta de la farmacia. En cuanto despertó se puso a vomitar y acto seguido vio pasar por allí, a toda velocidad, un carro cargado de heno (el “médico de las montañas” lo había contratado ex profeso), y el chasquido del látigo que esgrimía el conductor hizo sentir al “enfermo” que, de alguna manera, lo había expulsado gracias a la medicina administrada por el médico.

Puedes pensar que es algo ridículo. Y tienes razón. Pero no te confíes. Aún hay quien cree las más extrañas y (sin ánimo de ofender) ridiculas afirmaciones en asuntos religiosos y espirituales. Recuerda, los cristianos tienen que ser “adultos” en su modo de pensar. Y tú, ¿cómo piensas?

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Por Félix Cortez

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